domingo, 26 de julio de 2009

Rojo y Negro

Salió de su habitación a toda velocidad en cuanto supo que había un incendio. Su madre todavía no había acabado de darle la noticia, y él ya estaba asomado a la terraza del segundo piso, y contemplaba fascinado cómo las lenguas de fuego ascendían más de veinte metros sobre la cima de la montaña que había a dos kilómetros de su casa.
El ser humano siempre ha sentido una extraña fascinación por el fuego. Hay algo en él que lo atrae, tal vez sea porque ha formado parte vital de su vida desde sus más tempranas épocas, o tal vez por el simple ondular de sus llamas, y el misterio que las crea. En los últimos años, al verse limitado el uso del fuego por la luz eléctrica, tal vez el misterio que lo envuelve se ha hecho mayor.
Siempre le había gustado contemplar los incendios, sobre todo cuando llegaban las avionetas a apagarlos. Le gustaba ver como el agua caía desde los depósitos, pulverizada, sobre las llamas, intentando apagarlas, pero sin conseguir sofocarlas por completo.
El resto de la tarde la pasó allí, esperando a que se diera la alarma y llegaran los bomberos. El incendio crecía; se extendía por los secos pinares como si se tratara de un campo de cartón impregnado de gasolina, cubriendo por completo la montaña, y propagándose por las de alrededor, sin nada que pudiera hacer pensar que aquello podría terminar jamás.
Cuanto mayor era el incendio, más difícil lo tenían los bomberos para sofocarlo, y más se prolongaba la extinción.
Su madre lo llamaba desde el piso de abajo; era hora de cenar. Él la ignoró, absorto en el espectáculo que tenía delante.
El rojo se extendía, lanzaba sus brazos color arena en todas direcciones, palpando las ramas de los árboles circundantes, y cuando conseguía aferrarse a ellas, lanzaba todo su potencial, enrollándose como si de una monstruosa serpiente carmesí se tratara, y encaramándose hacia la copa del árbol que acababa de devorar para lanzar una llamarada en señal de satisfacción, con un rugido que se fundía con el crepitar de la madera.
El viento cambió, y una avalancha de color rubí se precipitó montaña abajo, rodando como si realmente estuviera impulsada por la propia gravedad, en lugar de por el viento, devorando árbol tras árbol sin importarle ya la especie.
Su nariz se llenó de olor a humo, cenizas y fuego. La furia del incendio lo golpeó en la cara, pero él permaneció firme, contemplando impasible cómo las llamas llegaban hasta los campos sin cultivar que había a cincuenta metros de su casa. El humo le llenaba los ojos, pero él quería seguir mirando, quería ver cómo el fuego intentaba cruzar el erial, aferrándose a los matorrales que pudiera encontrar. Se agachó para poder ver por debajo de la columna de humo, y de este modo alcanzó a ver cómo un equipo de bomberos lograba repeler las llamas rociándolas con un chorro de agua que, en un principio solo conseguía hacer que se revolvieran más, sin conseguir aplacarlas, pero con la que al final consiguieron hacer retroceder el fuego.
Una vez el infierno que avanzaba por la montaña hubo consumido toda la vegetación y sólo quedó una negra masa humeante, las avionetas y una parte de los camiones se retiraron, y su madre apareció por la puerta de la terraza, y lo abrazó fuertemente contra su pecho, llorando. Pero él no dejaba de mirar cómo el humo se elevaba en espirales hacia el cielo, despejado hacía apenas medio día, y que ahora aparecía encapotado, cubierto de unos amenazantes nubarrones negros, que anunciaban cualquier cosa excepto lluvia.
Al día siguiente, todo el monte que rodeaba la casa estaba calcinado. Los pinos extendían sus raquíticos dedos suplicantes hacia el cielo, y el suelo estaba cubierto por una capa de ceniza en la que se confundían los restos de las agujas de los pinos, los matorrales que cubrían el suelo, y seguramente los restos de algún desafortunado animal que no hubiera podido escapar del incendio.
Allí donde antes había una exuberante masa verde y rebosante de vida ahora tan solo había un desierto gris, negro y humeante, sin ningún tipo de esperanza de recuperarse, al menos en un buen tiempo.
El fuego había destrozado en unas horas lo que tanto tiempo le había costado a la naturaleza crear, y ahora pasarían años hasta que el lugar volviera a renacer. Seguramente sus nietos no volverían a verlo tal y como él había tenido la suerte de hacerlo.

Pero había merecido la pena.

Se despertó y se levantó al instante de la cama, pues el sol entraba a raudales por la ventana de su habitación. Miró el reloj: eran las cuatro de la tarde. Era un viernes, exactamente 23 de julio de 2009, y aquél día hacía un calor sofocante, y corría un cierto viento, que no parecía tener intención de cesar. Se asomó a la terraza de su villa del interior de la provincia de Castellón, y paseó la mirada por los pinos y arbustos que crecían no muy lejos de las casas.
Y sonrió.


Nadie debería destruir lo que después no pueda volver a crear

4 comentarios:

  1. creo que siguen sin ir los comentarios

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  2. vale, ahora ya van. Había un problema para dejar comentarios, pero creo que ya está solucionado

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Una vez mas como muchas otras tengo que darte la razon al respecto , me ha encantado la ultima frase y no es por ser pelota te lo aseguro, pero es que es la realidad no valoremos lo que tenemos y por eso ocurren muchas veces estas cosas. Al respecto de la historieta creo que no tiene excusas, cada vez me gusta mas como escribes.

    P.D. ¿Para cuando el libro?, lo dijo enserio

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