miércoles, 15 de abril de 2009

Huyendo

El sol brillaba, rojo, frente a él, y a medida que anochecía, su perseguidor parecía aumentar de tamaño. Sus pies se sacudían, frenéticos, bajo él, como si quisieran correr más deprisa que él mismo, aún así, su perseguidor seguía estando igual de cerca. Su voz desgarraba, angustiada, su garganta, lanzándole gritos, pero su perseguidor no respondía, limitándose a perseguirlo. Sus ojos seguían, lúcidos, en sus cuencas, pero aún así, su perseguidor, que en un principio había parecido tan humano como él mismo, se le mostraba ahora aterrador, monstruoso. Las calles pasaban, silbando, junto a él, pero siempre había más que atravesar, y más que recorrer, más por las que adentrarse, y más que quedaban atrás; las mismas que dejaba atrás su perseguidor. Su rostro se volvía, contraído por el terror, una y otra vez, para volver a apartarse de la desquiciante visión de su perseguidor. Su miedo crecía, angustiante, con cada una de aquellas miradas. Y sus pies no se detenían, totalmente independientes de cualquier orden que no fuera la de huir, y continuaban huyendo. El sol brillaba, sesgado por el horizonte, cada vez con menos fuerza. Su fuerza lo abandonaba, desertora, y se unía al perseguidor, para hacerlo mayor y más terrible. El horizonte devoraba, ansioso, el disco carmesí que luchaba por arrojar unos últimos rayos de luz sobre su cara. La noche parecía, a su espalda, envolver a su perseguidor, animándolo, y azuzándolo contra él con susurros de odio. El debilitado resplandor anaranjado que el sol apenas arrojaba tras los edificios conseguía, prueba evidente del cercano final del día, vaticinar también su propio fin, haciendo que lo abandonara toda esperanza. Sus rodillas cedieron, quebradas, haciendo que se desplomara contra el suelo, y sus brazos, frenéticos, buscaron en vano algo que lo salvara, para dar solo con una pared, en la que se apoyó, deseando más que cualquier otra cosa hundirse en ella. Sus ojos, hundidos en sus cuencas como queriendo huir de su perseguidor, contemplaban horrorizados como éste había crecido hasta ocupar todo el campo de su visión. Su alma, encogida, se rindió a aquello que, desde que había sido descubierto, no se había separado ni un momento de él, siguiéndolo, agobiándolo con su compañía y negándole la soledad, para finalmente echar a correr tras él, en el mismo instante en que decidía iniciar la huida, siempre pegado a sus pies.


De como, en algunos momentos, buscamos huir de todo, y de como, huyendo de todo, nos encontramos huyendo de nosotros mismos, de lo que somos, y de cómo somos, queriendo a veces quitarnos la piel para vestir otra que nos resulta mejor, o más cómoda, y llegando a extremos tales como odiarnos a nosotros mismos, o incluso temernos.

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